Gracia Morales
Juan Alberto Salvatierra
Piñaki Gómez y Asun Ayllón
Iluminación: Fernando M. Vidal
Grabación musical: Lidia Cortés
Realización técnica de sonido: Isaac Zafra
Vídeo y fotografía: Plano Tetera
Producción ejecutiva: Carlos Gil Company
Todo arranca con una llamada telefónica. Y una petición: “Soy la madre de Laura, una compañera de instituto de su hijo Daniel. Necesito hablar con ustedes”.
A partir de aquí Buenos chicos presenta el encuentro de estos dos desconocidos, un hombre y una mujer anónimos, que, durante cuarenta minutos, irán desvelando su verdad como padres, debatiéndose entre asumir la compleja responsabilidad que dicho rol les otorga y el deseo profundo de proteger a sus hijos. A través de sus palabras se nos irán dibujando los perfiles de Laura y Daniel: dos personajes ausentes de la obra, que encarnan vivencias distintas de la adolescencia; sin embargo, en ambos descubrimos una misma necesidad de integrarse en su grupo social, lo cual agudiza, contradictoriamente, su deseo de independencia y su vulnerabilidad.
La pieza presenta una propuesta discursiva donde, por una parte, se mantiene la fórmula del diálogo clásico, con un ritmo muy ágil, favorecedor de la tensión dramática; a su vez, nos encontramos con la irrupción constante del monólogo interior, que se inserta en la conversación tradicional para permitirnos descubrir la naturaleza más íntima de los personajes, abriendo huecos por los que se quiebra la cuarta pared y el público es interpelado, de algún modo, a involucrarse moralmente en lo que está ocurriendo en escena.
Gracia Morales
El diálogo, las palabras con las que Gracia Morales ha dotado a los dos personajes presentes en el escenario, resuenan plenas de significación, no solamente porque exteriorizan, explicitan emociones, deseos, sueños y pesadillas en unos apartes dolorosos y plenos, sino también por su forma y firma física, por el ritmo con el que los intérpretes atacan cada una de las oraciones a las que se enfrentan. Los personajes aludidos y ausentes en la pieza, tan protagónicos como los que sí que pisan el espacio que comparten espectadores e intérpretes, se materializan en un espacio sonoro difuso, compuesto por retazos de palabras y sonidos que quizá fueron -o quizá no-, pero que apuñalan la fantasía de los personajes que lo imaginan. Desde la primera lectura del texto busqué un leitmotiv musical para el espectáculo. Lo hice así porque en otras piezas de la autora estas referencias musicales son explícitas y significativas. Sin embargo, en estos Buenos chicos, la referencia musical no es explícita, pero sí implícita. La propia autora lo señaló en la primera charla que mantuvimos al respecto: una nana, una canción de cuna. Así, en ciertos momentos del espectáculo, suena, ya sea interpretada al piano o tarareada por los intérpretes, la melodía de Drume, negrita con los ecos de la interpretación del cantante cubano Bola de Nieve.
He desposeído a la partitura coreográfica, a los desplazamientos y movimientos de los intérpretes de todo lo que he considerado superfluo por evidente a través de la palabra. Acciones cotidianas y descriptivas ya recogidas en la palabra no tienen su correlato en la fisicidad del escenario. Las acotaciones explicitadas por los intérpretes en escena no son refrendadas con su movimiento. Esta decisión provoca una tensión de sentido que contribuye -ese es mi deseo e intención- a la generación de una atmósfera dura, descarnada, sin concesiones, en la que los intérpretes Piñaki Gómez y Asun Ayllón, concentran cada una de las intenciones con las que llenan sus acciones y texto.
Dejo para el último lugar en estas palabras sobre mi puesta en escena lo más importante: la experiencia de la emoción. Nada de lo que se oye o se ve tendría sentido si no provoca, si no consigue arañar la emoción de quien escucha y observa. El texto dramático compuesto por Gracia Morales es un texto provocativo en un sentido amplio. Es provocativo porque plantea una situación incómoda, de esas que no queremos presenciar y, por supuesto, menos aún, de esas de las que no queremos ser protagonistas. Es también un texto provocativo porque, eludiendo maniqueísmos -como es habitual en su dramaturgia-, nos emociona y compromete desde los dos extremos del conflicto.
Juan Alberto Salvatierra
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